Las sobretasas aplicadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) a los créditos que le ha otorgado a la Argentina y a otros países de ingresos medios, representan un notable obstáculo para la recuperación y crecimiento económico. Lo son precisamente en los momentos en que más se requiere de una reactivación de la actividad productiva en forma sustentable, como lo ha afirmado, incluso, el propio organismo financiero en numerosas publicaciones tras los negativos impactos provocados por la pandemia.
Por lo tanto, estos sobrecargos van en sentido contrario a lo que se expresa en el Convenio Constitutivo del FMI, cuyo artículo 1° sostiene que las actividades crediticias del FMI, precisamente, no pueden ser “perniciosas para la prosperidad nacional o internacional”.
El argumento que sostiene el organismo para justificar estas sobretasas se basa en que el monto del préstamo y el plazo de reembolso se diseñan para ayudar a mitigar el riesgo del crédito ofreciendo incentivos a los miembros para que limiten su demanda de asistencia al FMI y así alentar al repago oportuno y al mismo tiempo, para generar ingresos para fortalecer la acumulación de reservas del Fondo. Sin embargo, el FMI sostiene que tiene una capacidad crediticia de un billón de dólares, mientras que los ingresos por estos sobrecargos representarían una fracción mínima.
Así, mientras que el FMI declama que “promueve la estabilidad financiera y la cooperación monetaria internacional, y facilita el comercio internacional, promueve el empleo y un crecimiento económico sostenible y contribuye a reducir la pobreza en el mundo entero”, abruma con este tipo de penalizaciones a los países que más requieren de su asistencia, limitando de un modo severo el espacio fiscal de dichos países.
Con sobretasas que pueden ser de hasta el 3%, los países deudores no pueden asignar el máximo de recursos disponibles para la implementación de políticas públicas destinadas a fortalecer los derechos humanos, entre otros: el derecho a la salud, a la educación, a la protección social, a la vivienda y al trabajo.
Las implicancias económicas y jurídicas de los sobrecargos son evidentes: resultan regresivas, procíclicas y discriminatorias toda vez que el FMI obra a través de acuerdos políticos que pueden modificar esas tendencias.
Los recientes llamados del G24 y del G20, a instancias del gobierno argentino, para que el FMI revise su sistema de sobrecargos, no solo materializan el creciente consenso global en torno a este punto, sino que también expresan, a fin de ayudar a los países a crecer y asegurar los derechos de sus poblaciones. Tanto más cuanto el FMI es plenamente consciente de que los más afectados por la actual situación son los países en vías de desarrollo y los menos desarrollados.
Cuando el directorio del FMI se reúna, en diciembre de este año, para discutir la recomendación del G20 -el pedido concreto de Argentina-, tendrá una oportunidad para demostrar que el propio FMI no está por encima de los derechos humanos y que entiende las complejidades y dificultades que la pandemia ha agregado al préstamo ya impagable otorgado en 2018 al Gobierno de Mauricio Macri en circunstancias en que el denominado “riesgo moral” era evidente, aunque el FMI no se haga responsable de tamaño error.
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