El covid-19 me trajo a la memoria el brote de hantavirus de 1996. Ambos son virus, ambos atacan el sistema respiratorio. El hantavirus con una mayor letalidad (la proporción de enfermos que se mueren es de entre el 50% y 70%; mientras para la covid-19 digamos que es entre el 2% y el 15%), pero la covid-19 es muchísimo más transmisible (su capacidad de transmisión de un portador a otro es de 4 a 5 contagiados por cada enfermo; mientras para el hantavirus es extremadamente difícil el contagio del roedor al hombre, aunque un poco más en la transmisión interhumana). Por ello obviamente la magnitud es diferente. Uno da brotes (aumento en el número de casos en un momento y lugar) y el otro produce una pandemia y afecta a millones.
Al ser nuevas, en ambas hay (o hubo) muchos interrogantes científicos por dilucidar. Pero mientras se investiga hay que controlarlas, y la epidemiología ayuda mucho en esa tarea. No hay modelos seguros: aunque abunden los gráficos y las curvas, tratamos de imaginarnos lo que va a ocurrir con las medidas que tomamos, hacia dónde se moverá la curva, jugamos con modelos matemáticos y observamos qué hacen en otros países o provincias. Una enseñanza que nos dejó el brote de hantavirus fue que muchos casos se produjeron porque no aplicamos lo que hay que aplicar en todos los brotes de enfermedades contagiosas: equipos de protección adecuados para el personal de Salud y aislamiento estricto de los casos y sus contactos estrechos. Cuando el hantavirus atacó de nuevo en la región andina en 2019 se habló de un supervirus, una mutación, pero era el mismo virus de siempre. Un calco de transmisión que se cortó cuando mandaron los sospechosos y los contactos a cuarentena.
Hablando de laboratorio, ayuda y mucho a tomar decisiones: por ejemplo para considerar que un sospechoso es un caso confirmado, para ver circulación viral en la comunidad, según las utilidades de cada técnica, recordando que la epidemiología enseña que en todo test hay falsos negativos y falsos positivos, ambos por muchas y diversas causas.
Sin embargo, leyendo los medios en estos días, pareciera que quien efectúa más testeos gana. Como si los testeos fueran la diferencia entre éxito y fracaso. Hasta el presidente de Chile nos aleccionó que en su país se trabaja mejor porque hacen muchos test. La epidemiología es la que frena brotes y epidemias detectando algún eslabón de la cadena de transmisión susceptible de ser cortado. O sea que si testeamos mucho pero no aislamos eficiente y rápidamente los contactos o aligeramos a destiempo la cuarentena, habrá más muertos que si hacemos menos testeos, pero hacemos una buena búsqueda de casos sospechosos. El laboratorio ayuda, pero viene atrás de la epidemiología, no adelante, ni solo.
Aquí una observación: el Malbrán fue vital en el brote de hanta (descubrió por biología molecular que el hanta se transmitía de persona a persona, cosa negada por todo el mundo científico hasta entonces). Ahora vuelven a aplaudirlo. Ciencia Argentina. Esperemos que cuando la covid-19 pase no nos olvidemos de nuevo de financiarlo; porque los mismos que eliminaron el Ministerio de Salud y nos dejaron epidemias de sarampión y dengue asfixiaron presupuestariamente al instituto (y no fue el primero en hacerlo). Ojalá hayamos aprendido la importancia de sostener a las instituciones científicas y sus investigadores.
Algunos epidemiólogos formados plantean que lo que vamos observando y aprendiendo día a día sobre la covid-19 permite pensar en ir levantando medidas. Nadie lo plantea de golpe, todos los sensatos preocupados por el bien común saben que es paso a paso. En todo caso será opinable la velocidad de los pasos, que deberían ser regulados por la progresión de la proporción de casos o de muertos.
Es indudable que controlar enfermedades requiere de la participación social activa, acompañando las medidas dispuestas por las autoridades, que deben ser claramente explicadas a la población, como lo hace el presidente, siempre acompañado de gente formada y experta. La credibilidad de quien habla es vital.
Vemos (y sufrimos en Río Negro) que basta un irresponsable que minimiza los riesgos, no usa barbijo, comparte mate y asados en reuniones inadecuadas o lleva al nieto a visitar al abuelo, o visita a un amigo, para hacer naufragar el esfuerzo colectivo.
Para saber qué está pasando, si bien todas las mediciones tienen su utilidad en epidemiología, la eficacia de las medidas que se adoptan se advertirá mejor tomando como indicador la mortalidad (o sea la proporción de muertos en relación a la población). Esta no está sesgada como la curva de casos positivos y la de letalidad que dependen justamente de que se hagan o no muchos testeos. Con la mortalidad podemos ver la progresión de la enfermedad (y sobre todo el impacto que nos importa). Si quieren saber cómo van las cosas en un país, una provincia o una localidad miren la tasa de mortalidad. Es un dato duro. Es más difícil ocultar a los muertos en las estadísticas (salvo cuando son tantos que ya no se estudia de qué murieron, pero en este caso tampoco se confirman los casos clínicos).
En epidemiología hacemos estudios de casos y controles en los que comparamos cómo un factor de riesgo causa enfermedad o muerte en un grupo de población en relación a otro grupo que no tiene exposición a ese factor. Hablemos del factor de riesgo Bolsonaro: según los datos del 19 de mayo, en Brasil la proporción es de 8.2 muertos cada 10.000 habitantes. En Argentina, donde hacemos cuarentena, es de 0.86 x 10.000. Llevamos 403 muertos; si estuviéramos expuestos al efecto Bolsonaro, los muertos actuales serían unos 3.874. Entonces ya se salvaron más de 3.500 vidas. Si nos comparamos con Chile, con sus testeos y su cuarentena light, ellos están con una tasa de 2.55 x 10.000. Brasil casi 10 veces más y Chile 3 veces más que Argentina (y con sus camas de terapia a punto de colapsar) en una carrera que arrancamos juntos. Tenemos menos muertos que los vecinos porque hicimos algo distinto. Esta brecha se está ampliando.
De igual manera, EE. UU. muestra tasas de mortalidad de 27.5 x 100.000 y Reino Unido 52.3 x 100.000. Si Argentina tuviera esas tasas llegaríamos a tener entre 12.277 y 23.317 muertos. De Suecia, solo podemos señalar que tiene altas tasas de mortalidad, como España e Italia. En ellos vemos nuestro futuro posible, pues arrancaron antes. Para completar, todos esos países tienen caídas de su PBI iguales o mayores que Argentina, la disyuntiva de salud o economía es una mentira de patas cortas.
La epidemiología ayuda si se la usa como corresponde. Depende de nosotros.